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E.E.R.: El rap destruye y vuelve a crear lo establecido

Written By Fde on 18.2.14 | 18.2.14


La musicalidad del rap nació como una mezcla, partiendo que el ritmo nace del corto y pego de partes de canciones, es una especie de híbrido de muchos estilos y otros ritmos... de ese concepto y par de temas más versa este buen artículo, ¡chekea!




Rap: Tecnologías, ruidos e interrupciones.
Por Gabriela Cordoba


Este artículo trae los fundamentos académicos sobre los cuáles es posible leer el rap como una fuerza que deconstruye las versiones hegemonicas de la música y la ciudad.

La internacionalización de la ciudad, aldea-global, ciudad-marca, ciudad-global etcétera, configura una constelación de términos intercambiables presentada por gobiernos y medios de comunicación como el curso natural y necesario de las fuerzas divinas del capital. De esa primera trama de conceptos se desprenden palabras como renovación, revitalización, recuperación; la ciudad vieja, moribunda y habitada por seres infames solo puede esperar que la capitalización de los espacios urbanos por parte de una clase media total genere al fin un espacio público ordenado, emprendedor y libre conflicto. Dicha conceptualización sobre el espacio y el tiempo nos revela solo la mitad de la historia de la globalización pero funciona con la fuerza de hechos objetivos y se traduce en un ordenamiento territorial de lo audible y lo visible que responde a imperativos del consumo: una urbe en eterno consenso donde sus habitantes pagan a crédito la promesa del progreso (Delgado 2012).

Este artículo busca abordar de manera parcial algunas teorías, prácticas musicales y sonoras que enfatizan en el carácter subversivo de la música y su potencia política. En la primera sección, discutiré brevemente la crítica feminista a la idea de que la música es un lenguaje neutro, autónomo y trascendental. En la segunda sección pasaré a analizar el rap como potencia sónica que con sus procedimientos de creación, formas de circulación y apropiaciones tecnológicas, interrumpe y transgrede las formas hegemónicas de entender la música y la ciudad. 

Entre finales de los 80 y principios de los 90 el estereotipo del joven urbano pasó de ‘revoltoso’ o ‘insurgente’ a ‘violento’, ‘manipulable’ y ‘adicto a las drogas’ (Reguillo, 2000). La criminalización de los jóvenes y la naturalización de los barrios periféricos como espacios violentos permitió crear y recrear, en contraposición, la idea de una ciudad purificada donde prevalece el orden, la conformidad y la homogenización social, con otro -siempre síntoma de contaminación- que es expulsado, re-insertado o desaparecido. 

En ese escenario, el hip-hop se abre paso desde mediados de los 80, habitando primero la ciudad a través del break dance y el grafiti, relatando la jungla de concreto, dando cuenta, a través del rap, de la ciudad anónima, insensible y violenta. El rap se plantea desde una alteridad empoderada, con códigos, vestidos y relatos propios; su quehacer se basa en la celebración de la experiencia, el empirismo, la remezcla y la autogestión como formas de conocer y recrear la realidad. Es una práctica profundamente arraigada en lo local, en el barrio bajo, el guetto y la comuna, que es al tiempo territorio universal. Surge del desahucio de la modernidad fracasada; son formas de contar, sin anestesia, la Bogotá de la paranoia, la miseria y la muerte, este monstruo en que devino el progreso, estas nauseas ante el cinismo cosmético de lo nacional y las pretensiones democráticas de lo global.



Crítica a la autonomía de la música desde la musicología feministas.

A pesar de que en el lenguaje cotidiano nos referimos a la música en términos sensibles y sensuales -hay música para el despecho, para hacer el amor, para conquistar, para vengarse; una canción excita, deprime, alegra, activa el recuerdo, hace alucinar-, la musicología anclada en la idea romántica del carácter autónomo y trascendente del lenguaje musical, ha intentado racionalizarla y despolitizarla a través de sus procedimientos y métodos de investigación (McClary, 1991).

Si el reclamo al derecho a componer de acuerdo al impulso artístico propio se convirtió en una poderosa estrategia en el siglo XIX para la separación del arte de las formas de mecenazgo y para la construcción del mito del genio romántico, más tarde se convertiría en refugio de un formalismo apolítico que permaneció durante siglos en el análisis de la música occidental. Solo hacia finales de los años ochenta la musicología, inspirada en otras ciencias sociales empieza a introducir el poder, la sexualidad, el cuerpo, el género, la raza y la clase como categorías fundamentales para pensar la música (Viñuela Suarez, 2003). Podemos situar el trabajo de Susan McClary «Femenine Endings. Music, gender and Sexuality» (1991) como el punto de inflexión en el que la mirada feminista entra en el campo de la musicología subvirtiendo sus presupuestos y explorando un amplio rango de repertorios sobre género y sexualidad en la música a partir de la una interpretación cultural no solo de las letras y las intrigas dramáticas sino también de la música misma. 




Según McClary, para desarrollar un posicionamiento crítico que permitiera entender la forma en la que se articulan la ideología y los procedimientos musicales, fue necesario llevar a cabo dos tareas: la primera de carácter histórico para contrarrestar la historia cronológica y no problematizada que se había convertido en hegemónica en la disciplina1 ; la segunda de carácter analítico para reconstruir las técnicas y códigos a través de los cuales la música produce significado. Es un tránsito del análisis de la música como texto hacia la música como práctica cultural, discurso significante y terreno de lucha política, donde están en juego concepciones sobre los deseos y la realidad, sobre los vínculos y controles sociales, pero también donde es posible registrar directamente las transgresiones y oposiciones a las normas (Robertson, 2001). 

En esa medida la crítica feminista al canon musical occidental y a la musicología como disciplina permiten no solo abordar el papel de las mujeres en la música sino también aprehender las transformaciones en las formas de creación musical popular, invisibles cuando no silenciadas por los defensores del orden y la razón.


Rap como transgresión del orden urbano y musical.

Las narrativas dominantes sobre la ciudad y la música construyen imágenes estereotipadas de todo aquello que le amenaza, un ser 'otro' que contamina, una desviación a la cual intervenir que permite crear y recrear en contraposición una ciudad y un régimen sonoro purificado, donde prevalece el orden, la conformidad y la homogenización. Ahora, lejos de ser los discursos oficiales incontestables, existen en una tensión constante con múltiples prácticas y conceptualizaciones divergentes sobre lo urbano, que producen grietas en el discurso neoliberal que con brutalidad se cierne sobre la ciudad y se materializa en ella.

De acuerdo con Tricia Rose, la fuerza sónica del rap es producto de la actualización de la oralidad y el énfasis rítmico de la música africana, la transformación post industrial de la vida urbana y el terreno tecnológico contemporáneo. En la medida en que el análisis musical suele concebir la música clásica occidental como el más alto estandarte de creación musical, el rap con su acercamiento particular a la repetición y el ritmo, la creación musical a través del sampling y la malversación en los usos de tecnologías sonoras, se constituye como una suerte de herejía para los oídos expertos, que ven amenazada la armonía funcional, el concepto originalidad y la figura del genio creador, características fundamentales del canon musical occidental (Rose, 1994). 

Por otra parte, si a principios del siglo XX se ubicaba el foco de impureza en razas naturalmente incapaces de vivir en civilización (Sandoval, 1998), entre finales de los ochenta y principios de los años noventa el joven urbano, violento, manipulable y adicto a las drogas se convirtió en la amenaza principal del orden social (Reguillo, 2000). La criminalización de los jóvenes unida a la naturalización de los barrios periféricos como espacios violentos, hacen del rap un sospechoso habitual de medios de comunicación e intelectuales cuando se trata de explicar las “causas” de la violencia urbana, la construcción y circulación de estereotipos de género y la promoción del consumo drogas (ver link). A este respecto Diana Avella llama la atención en la necesidad de entender el hip-hop desde una mirada amplia, es decir, no atribuirle un carácter particularmente machista sino entender que está informado, como el resto de géneros musicales, por el sistema capitalista y patriarcal (Todas y Todos UN, 2012).



La música está mediada y es ella misma una mediación a través de la cual se configuran y reproducen las relaciones sociales. En esta medida es un terreno privilegiado para las rastrear las relaciones de poder que atraviesan el reordenamiento urbano que, bajo la lógica del capital, vienen sufriendo las ciudades en las últimas décadas. (Krims, 2007). El rap, en tanto discurso musical y práctica sonora, plantea un ordenamiento contra hegemónico de la ciudad y la tecnología, al tiempo que invita a los analistas de la cultura a entender la necesidad de abordajes polifónicos que permitan entender la música como anuncio profético que invita a la construcción de órdenes políticos y culturales nuevos, que “mucho más que los colores y las formas, los sonidos y su disposición conforman las sociedades. Con el ruido nació el desorden y su contrario: el mundo. Con la música nació el poder y su contrario: la subversión” (Attali, 1995)




Fuente: Letrada.co
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